Pasó por detrás de mí a la velocidad del sonido, con la cara congestionada y apretándose el bajo vientre con una mano y el pecho con la otra. Al principio pensé que era un infarto, pero al ver que tomaba la dirección del baño me tranquilicé. Por eso y porque nunca, en sus once años de vida, había presentado problemas cardiovasculares.
Cuando salió, al cabo de veinticinco minutos, presentaba otro aspecto:
- tranquilo, aita, ya está.
me dijo, con el tono de quien ha pasado un examen de licenciatura. Yo no había estado nervioso, pero, por lo visto, él sí, y proyectó, como dicen las psicólogas y los psicólogos.
Fue la suma de su desarreglo intestinal crónico, el copioso aperitivo a base de fuet y berberechos, las fabes con almejas del primer plato y la carne con patatas del segundo, además del buffet de tartas que sirvieron para postre, todo mezclado con el carbónico de la cocacola que ingirió en cantidades poco recomendables y en absoluto supervisadas por ningún adulto de los muchos que deambulaban por el escenario de la bacanal aquella.
- este niño tenía que haber nacido en Noruega, alejado del festín ibérico permanente,
pensé.
- o haber tenido unos padres responsables.
apostilló una señora que me había leído del pensamiento.
Estuve a punto de contestarle, pero mientras contaba hasta diez pensé, primero, que no soy una persona violenta, después, que no suelo descargar mi rabia usando verbos y sustantivos y adjetivos gruesos, y tercero, que tenía razón.
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