martes, 13 de octubre de 2009

Agur, tía Asun

Cuando se muere una persona que no ha sido la primera en la vida de nadie, nadie llora mucho. Cuando termina el funeral, uno no sabe muy bien a quien decirle las palabras aprendidas, y al final no se las dice a nadie. Y los que sienten mucho agobio ante la muerte respiran tranquilos porque el anonimato del muerto incomoda menos su espíritu.

En medio del silencio de la capilla de la Residencia de las Religiosas del Sagrado Corazón, en Algorta, descansa por fin Asun, la tía Asun, con su hábito blanco y azul marino y un gran crucifijo entre las manos. La velan sus hermanas, las mismas que revelan que la llama de las ganas de vivir se le fue apagando lentamente, en dos meses, hasta decir, con señorío propio de los de Bilbao, que bastante hemos andao.

Entregó su vida hace más de sesenta años y desde entonces no dejó de entregarla cada día.

Agur, Asun. Cuando te sientes a descansar sin el agobio de la maldita rodilla, delante de quien estés, enséñale las fotos de tu vida de Bilbao, de la de Barcelona, de la de Sant Celoni, de la de Palma, de la de La Almunia de Doña Godina, de la de Algorta. Enséñale lo que el corazón de Jesús te enseñó a querer a la gente, y lo que la gente te devolvió.

Y dale caramelos, que seguro que llevas en el bolsillo.

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