
Todos le miraban la cara, en la que la enfermedad había dejado huellas que deformaban sus gestos, pero nadie se había fijado en sus dedos, cada vez menos dueños de si mismos, cada vez más al encuentro de las palmas de las manos, las mismas que le daban la única alegría que le quedaba. Cada noche escribía en su blog las historias que inventaba su mente mientras volaba por ahí. Y cada vez le costaba más, las dichosas teclas tan juntas.
Cuando le ví sonriendo y con el puntero en la mano, pensé que es una pena que no nos demos cuenta de dónde hay que mirar cuando conocemos a alguien. Así llevamos de despeinada el alma.
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