martes, 4 de mayo de 2010

El vecino gritón y el vecino virtuoso


Una de las pocas virtudes que tengo es la paciencia. Pero como tengo mucha, compenso bastante todas las que me faltan. Si no tuviera tanta, no habría llegado al descanso del partido contra el Mallorca sin decir al que me gritaba en la oreja que dejara de gritar en mi oreja. Era un hombre ya maduro, y a juzgar por el tipo de comentarios y por las jaculatorias que bramaba, de los que no van al fútbol más que una o dos veces en toda la temporada. Y se le notaba excitado. Uno, porque nos jugábamos la UEFA, y eso pasa una vez cada cuatro o cinco años. Y dos, porque se debía haber bebido no menos de media docena de combinados antes de entrar al campo. Esto lo sé porque cada rugido venía adornado de un insoportable pestazo a alcohol de garrafa.

El que tenía a mi izquierda no tenía tanta paciencia como yo. Debía tener otras virtudes, que yo no acerté a ver en el transcurso del partido. Entre ellas no está ni el decoro ni el respeto, porque con el primer gol del Mallorca se giró y cubrió al vecino gritón de improperios, incluido ese tan feo de que vayas a pasar el morón a tu casa. Y luego vino el que no me toques, que no me toques tú a mí, a ver si vas a ser tú del Mallorca, pero tú que dices si soy del Santutxu, hasta que el conciliador de turno dijo a ver si nos comportamos, que hay niños, y las aguas volvieron a su cauce.

Luego me dio pena, porque el hombre se sumió en un silencio duro, denso, culpable, pesado, cargado de una angustia que se extendió por la tribuna como un manto de lava de un volcán de Islandia. Así que en cuando empató Llorente el que se giró fuí yo, y lo abracé, y lo besé, y cuando las lágrimas de ambos se fundieron entendimos que el verdadero intruso era el otro, el de las virtudes escondidas, que representaba una celebración mucho más convencional.

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