viernes, 7 de mayo de 2010

Cada uno medita como quiere

Cada uno medita como quiere. O como puede. Hay quien busca un rincón en medio de las montañas, porque sintiéndose pequeño se le ocurren ideas grandes. Hay quien necesita estar junto al mar, porque al arrullo de las olas se queda traspuesto, entra en otra dimensión, y en ella la meditación transcurre plácidamente, sin obstáculo de ningún tipo.

Yo elegí un aparcamiento en el corazón de una gran ciudad. Seguramente, porque ese era precisamente el lugar en el que seis horas antes había aparcado mi coche. En la planta 2 del subsuelo, enfrentado el morro del vehículo a una pared gris, de hormigón.

Acababa de sacarme un postgrado y necesitaba reflexionar sobre los cambios que esa novedad traería a mi vida. Y no tenía tiempo de océanos ni de naturalezas salvajes, así que me contenté con este espacio artificial, profundamente humano, nada agresivo, tenuemente iluminado por cientos de fluorescentes amarillentos, que le daban un aire de intimidad desolada. El único testigo de las ideas y venidas de la mente era una zanahoria blanca dibujada sobre un cuadrado colorado, hecha para que los conejos que entran en los aparcamientos sepan si están en la planta zanahoria, en la planta tomate de huerta o en la planta col de Bruselas.

Sentado en el asiento del copiloto, y con los pies en el salpicadero, iba dando cuenta de un pudin de pescado que me supo a gloria.

Y fue la suma de todo, la merluza, los conejos, las zanahorias, los fluorescentes, las coles, el color gris, el subsuelo, lo que me hizo alumbrar ideas brillantes sobre mi futuro.

Si os dicen que estoy pensando, buscadme bajo la tierra.

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