domingo, 24 de enero de 2010

jesús

Estornudamos a 200 kilómetros por hora. Me parece impresionante. Eso supone que los felipones van más rápido en un estornudo que la pelota tras un saque de Andy Roddick. Fue escucharlo un día en la radio y contrastarlo al siguiente, cuando uno de los hijos a los que más quiero estornudó con una violencia fuera de lo común y estrelló sus mocos con igual violencia contra la pantalla del ordenador en el que yo escribía estas estupideces, u otras parecidas.

No salgo de mi asombro. Me ha dado por imaginar que si arrastras un catarro de estos invernales y estornudas dentro de un coche que va a 120 por hora, los virus salen propulsados a 320. Y que si eso te pasa en Barcelona, puedes contagiar en dos horas a un genovés que va paseando tranquilamente por la calle.

Y recuerdo a un compañero de camareta que acompañaba sus estornudos de un berrido descomunal, con el que trataba de amortiguar un espasmo corporal que llevaba su cabeza de atrás hacia adelante (si no gritaba corría el riesgo de sufrir un esguince cervical). Y creo que sus bacilos se transportaban a una velocidad mayor que la del sonido. Coreábamos todos con júbilo estos episodios que nos aliviaban por momentos de la negrura en la que nos sumía la vida militar.

En contraste, esos estornudos que parecen tan finos, que ni suenan, que nada expelen, me dejan ahora mosqueado. Porque algo saldrá despedido a 200 kilómetros por hora hacia el interior del cuerpo.

¿Y dónde se alojará?

1 comentario:

Sofia dijo...

Creo que en el fondo de la epiglotis, haciendo sonar la campanilla.