lunes, 26 de abril de 2010

una sola cosa


Vivir con otros es estimulante porque cada día aprendes cosas nuevas. Hoy me encargó mi señora esposa que colgara una ropa que dejó en remojo con un detergente especial para ropas delicadas. Como la tarea no parecía complicada no hice más preguntas fuera de si hay alguna forma especial de colgar las ropas delicadas de esta colada, o se cuelgan como todas las ropas delicadas.

Eran tres, las prendas, y las dos primeras las colgué primorosamente. La tercera demostró que me falta un mundo para ser un primor.

Comenzaré diciendo que la forma de vestir de las mujeres es original. La de los hombres es un, dos. Una cosa por arriba, camisa o camiseta, y otra por abajo, normalmente pantalón (también hay quien se pone piratas o bermudas para confundir a los que observamos la realidad pretendiendo aprender de ella, pero de esto hablaré otro día). Pero la de las mujeres no es un, dos, sino siempre otra cosa.

Por eso la tercera prenda se me atascó. Donde había una cosa, yo veía dos. Y no era el alcohol, porque eran las diez y yo hasta la una no tomo el primer gin tonic. Una era azul, y la otra blanca. Una parecía un jersey, y la otra una camisa. Una era de algodón, y la otra de otra cosa. Como cualquier ser humano normal, pensé que eran dos prendas enredadas, y como cualquier ser humano normal, empecé a desenredarlas. Primero maniobré con las mangas, volviéndolas del derecho y del revés. Es la táctica que sigo para extraer los calzoncillos de mis hijos de sus pantalones, porque se los quitan a la vez, se lavan a la vez, y sus colores se mezclan a la vez. Y como con ellos me funciona... No funcionó y lo intenté con las cuerdillas. Como todos sabéis, muchas prendas de mujeres llevan cordones, colgajos, cuerdillas y otros apéndices de los que luego suspender otros adminículos, o con una finalidad meramente estética. Las cuerdillas no condujeron a nada, y me empeñé con los botones, azules en lo azul y blancos en lo blanco. Nada.

Entonces paré, miré el reloj y, aunque era la hora que era, me serví un gin tonic y me puse a reflexionar. Pedí a mi hijo que se atara los cordones de los zapatos delante de mis narices. No hay cosa que me relaje más que ver a un niño de ocho años atándose los cordones de los zapatos, es decir, viendo como hacen lo imposible, que es precisamente en lo que yo me estaba empeñando.

Lo intenté todo otra vez infructuosamente, y como no salía nada, y antes de meter la tijera, resolví esperar a que viniera mi mujer y me sacara del atolladero, lo cual hizo en un pis pas, al decir que son una sola cosa, merluzo.

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