viernes, 13 de noviembre de 2009

Y ahora os voy a contar como en mis viajes por todo lo largo y ancho de este mundo, como decía el Capitán Tan, también he pasado por sitios más bien mierdosos.

Recuerdo un hostal en Málaga en el que pagué 1200 pesetas por dormir una noche, 7 euros de los de ahora. Era 1990 y uno no estaba para excesos. La habitación era asquerosa. Las sábanas estaban sin cambiar desde hacía tres o cuatro huéspedes, y el anfitrión era un hombre descomunal embutido en una camiseta de tirantes, que me recibió sin afeitar y rodeado de diecisiete o dieciocho churumbeles bastante gritones. No dormí nada, porque la ropa de cama de desplazaba conmigo cuando cambiaba de postura, pero estuve entretenido toda la noche contando las cucarachas que salían de los agujeros que había en el suelo.

Tampoco estuvo mal aquella taberna de Córdoba, en el mismo viaje, en la que el pobre camarero me dijo, llorando, que no podía más.

- Si solo te he he pedido una cerveza, le contesté.

- Ya, pero hace una hora, repuso.

- Eso también es verdad.

Y es que unas niñas con acento de San Blas -ejque- que eran veinte o veintiuna y estaban de viaje de estudios, estaban en la mesa de delante, pidiendo su cocacola y su tapa y pagando cada una lo suyo. Y regateando el precio, encima. El pobre barman acabó loco, así que le invité a un gintonic.

Sin embargo, la palma se la lleva una pensión de Roma en la que le gané por dos pelos a un argentino un sitio en una cama. Él acabó en la rue y yo en la única habitación que quedaba. También es cierto que yo estaba más presentable y que él apestaba a whisky, que yo tenía unos euros en la mano y él una botella. Un taxista beodo y laringectomizado me había trasladado desde el aeropuerto de Fiumicino por 120 euros de vellón hasta la estación Termini. Eran las tres de la mañana y fue el precio que conseguí después de negociar bastante, que el maldito empezó pidiendo doscientos. La cama, no obstante, estaba limpia, y el sueño me supo a gloria. Y los spaguetti alla arrabbiata del día siguiente me devolvieron la alegría de vivir.

He pasado por algunos lugares aún más infectos: he llegado a dormir al raso en un parque en Zaragoza. He comido un bikini en un bar del aeropuerto del Prat cuya grasaza aún permanece en las paredes de mi estómago. Y en Cherburgo un marinero me dió una somanta de leches que los moraos me duraron todas las vacaciones.

Menos más que ya lo he borrado todo de mi memoria.

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