miércoles, 22 de abril de 2009

buenas noches

Era casi la una de la madrugada y tenía ya estudiado el irregular comportamiento respiratorio del enfermo de la cama de al lado. Aunque era bastante anárquico, se sujetaba a una norma: durante la primera hora de sueño, roncaba como una valkiria, con unos ronquidos ocasionales sobrecogedores por lo violento y por lo inesperado. Salían de la nada, y eran como el ra-ta-ta-ta de una metralleta pero en gronf-gronf-gronf-gronf. Pasada la hora, su respiración era como la de un bebé de los silenciosos.

Esperaba con paciencia el fin de la fase espasmódica. Y a los 55 minutos, cuando estaba a punto de terminar, irrumpió en la habitación la auxiliar de pelo suelto y gesto desenfadado, haciendo con la puerta más ruido del que haría cualquiera de vosotros cuando abre la de un castillo que lleva cerrado doce siglos, y gritó “buenas noches” sin fijarse en que en la oscuridad del cuarto habitaban cuatro seres humanos dormidos o a punto de dormir. Luego me enteré de que en la vida civil es igual, y que cuando entra en misa los domingos justo antes del evangelio saluda con la misma voz de trueno a toda la asamblea allí reunida, y el cura suele llamarle la atención desde el púlpito.

Se dirigió al buen señor con todo el cariño que llevaba encima, pero pensando que era sordo, llamándole “hijo” y diciéndole no se qué del pañal. El anciano, que oía perfectamente, se molestó un poco. Se fue dando un portazo incomprensible, y volvió a entrar a los dos minutos, cuando las burillas de polvo volvían ya al suelo después del arrebato, porque se le había olvidado vaciar un conejo. Al ver mi cara de espanto me preguntó si me había desvelado. Le dije que no, porque no había llegado a velarme antes. No me entendió, pero no siguió preguntando, porque sus normas de buena educación terminan ahí: saludo amable y pregunta retórica.

No la volví a ver en toda la noche. Esperé la hora de rigor entre los ataques decibélicos de la agitada respiración de mi compañero, y me dormí. Pero soñé que me casaba con ella, y que nuestros hijos y nosotros hablábamos con megáfono todo el día.

De situaciones como estas está llena la vida hospitalaria. Pertenecen, concretamente, a la categoría del absurdo que llamamos extemporáneo. Hacer algo que no toca en ese preciso momento. Conviene olvidarlas cuanto antes, porque si no, al llegar a casa, te portas raro.

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