viernes, 17 de abril de 2009

Benedicto



Ayer en la tertulia de Hora 25, en la SER, hablaron de Ratzinger, ahora que cumple 82 años. En ella escuché que al Papa no se le entiende lo que quiere decir porque es un intelectual. Este parece uno de esos casos en los que una cualidad (en ciertos círculos ser un intelectual merece una valoración positiva) se convierte en un obstáculo a la hora de terminar de hacer bien tu trabajo.

Conviene puntualizar que un intelectual no es alguien muy inteligente, sino uno que para trabajar utiliza como herramienta el intelecto. Aunque tenga poco (que no es el caso de Benedicto XVI). Uno que dedica horas a actividades abstractas (esto lo dice el Larousse), como por ejemplo, la reflexión. A mi juicio, un intelectual tiene que leer mucho. U oir mucho. O fijarse muy bien en lo que ve. Si no, ya me dirás sobre qué reflexiona. Hasta aquí, cualquiera que piense puede ser un intelectual. Aunque los porteros y las porteras de finca, si es que todavía los hay (os invito otra vez a leer La elegancia del erizo) tienen mejores condiciones ambientales.

El problema es cuando sales afuera y quieres decir a los demás lo que has reflexionado. Aa-migo!, ahí es cuando tienes que utilizar una cosita bien delicada que se llama lenguaje. Y entonces, a lo mejor te apetece ser menos intelectual y más Esperanza Aguirre (a esta se le entiende todo lo que dice perfectamente).

Siempre que uno habla -sea intelectual o no- lo hace para que le entienda aquel a quien se dirige. A mí me pasa. Cuando le hablo al Xavi (7 años ya el jodido) lo hago distinto de cuando hablo a los 41 alumnos y alumnas de Filosofía que tengo en 2º de Bachillerato. Y si no me entienden, ni el uno ni los otros, culpa mía. Tonto que es uno, que siempre ve primero la viga en su ojo, porque las vigas son muy fáciles de ver, tan gordas ellas.

Ortega decía que somos un poco ilusos si pensamos, cuando nos ponemos a hablar, que vamos a poder decir todo lo que queremos decir. El lenguaje no da para tanto. Qué sabio! Él decía sufrir mucho si no sabía concretamente a quien hablaba. Una vez que lo sabía, imagino, elegiría aquellas palabras más llenas de significado para el receptor (por ejemplo, en la pescadería, utilizaría la palabra "merluza" en lugar de las expresiones "osidicus gigas" o "disosstichus eleginoides"). Y de esa manera las palabras, por muy intelectual que se sea, no ocultarían lo que se quiere decir, sino que lo mostrarían, y de una manera clara y transparente.

Modestia en los objetivos, saber de las limitaciones de la herramienta que usamos para transmitir esos objetivos y tener muy claro a quién hablas. A Ortega le llamaba yo para dar unos cursos de comunicación eficaz.

El problema de Benedicto es que ni los objetivos son modestos (ya me dirás tú, la salvación de la Humanidad) ni está claro a quien habla. Bueno, algo sí: urbi et orbe, o sea, a todo el mundo. Si le desasosiega, lo mismo que a Ortega, la falta de concreción, conviene aportar un dato más exacto: habla, concretamente, a 6500 millones de personas.

Entonces conviene estrujarse las neuronas para encontrar las palabras. Y si no te entienden, no vale echarle la culpa ni a la altura de los objetivos, ni al lenguaje, ni a los 6500. Millones.

Para celebrar el cumpleaños del Papa pensando en Ratzinger, recomiendo el artículo que Juan Arias publicó anteayer en El País (http://www.elpais.com/articulo/opinion/quiso/ser/Papa/elpepiopi/20090415elpepiopi_5/Tes). Y, por supuesto, la respuesta que hoy le da Olegario G. de Cardedal (http://www.elpais.com/articulo/opinion/Aclaracion/elpepiopi/20090417elpepiopi_8/Tes).

Ah!, zorionak, Benito.

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