viernes, 18 de junio de 2010

remedios contra la tristeza

En julio de 1998 andaba yo agotando mis vacaciones unas semanas antes de empezar a trabajar en el Colegio Jesús - María de Bilbao. En esos días leí Todos los nombres. Y de la misma sucumbí a la prosa abrumadora e hipnótica de Saramago. Y, como hizo don José, el anónimo protagonista de la novela, me até al tobillo una punta del hilo de Ariadna, para avanzar en la oscuridad del mundo desconocido que me esperaba en Artxanda. Con el mismo espíritu de oficinista aventurero.

El año siguiente, en marzo, leí El Evangelio según Jesucristo. Y descubrí con asombro que un ateo de mirada limpia se iba convirtiendo en mi guía espiritual. Que cabían muchas miradas amorosas a la misma realidad. Que existe la heterodoxia, y que es buena. Y a veces, obligatoria.

La lectura en verano de El año de la muerte de Ricardo Reis puso a prueba nuestra relación, pero la crisis solo duró unos meses, hasta que en Navidad de 1999, y, como siempre, la mitad en Bilbao y la mitad en Barcelona, leí la Historia del cerco de Lisboa. En ella, otro ser anónimo, Raimundo Silva, corrector de pruebas de una editorial, sucumbe a la tentación de subvertir la Historia, tan convencido de su poder como de su amor por María Sara.

En un viaje triste hasta el infierno de Madrid a Bilbao, en marzo de 2001, terminé de leer el Memorial del Convento, otra historia de muerte. Y eso que empezó bien, entre risas, cuando descubrí que Saramago se inspiró en Stephanie y en mí para escribir un párrafo memorable: ... y vengan las damas a éste a cobijar a Doña Maria Ana con el edredón de plumas que también trajo de Austria y sin el que no puede dormir, sea invierno o verano. Y es por causa de este edredón, sofocante hasta en el frío febrero, que Don Juan no pasa toda la noche con la reina, al principio sí, por ser aún mayor la novedad que el incomodo, que no lo era pequeño al sentirse bañado en sudores propios y ajenos, con una reina tapada hasta la cabeza, recocido en olores y secreciones. Doña María Ana, que no ha venido de país cálido, no soporta el clima de éste. Se cubre toda con un inmenso y altísimo edredón, y así se queda, enroscada como topo que encontró piedra en su camino y anda pensando por qué lado ha de seguir excavando su galería.

Ensayo sobre la ceguera, que leí en febrero de 2001, me sacudió hasta los cimientos, y me apunté una máxima para recordar para siempre, que si antes de cada acción pudiésemos prever todas sus consecuencias, nos pusiésemos a pensar en ellas seriamente, primero en las consecuencias inmediatas, después, las probables, más tarde las posibles, luego las imaginables, no llegaríamos a movernos de donde el primer pensamiento nos hubiera hecho detenernos. Aquello me cambió el porte, de prudente a osado. Ya era Jefe de Estudios, pero pasé de contemporizador a proactivo.

En el verano leí La balsa de Piedra, que en nuestros días ha sido reeditado con el fin de obtener dinero que destinar a la reconstrucción de Haití. Marta me pidió que abriera el curso con unas palabras dirigidas a los profesores. Las tomé prestadas de Pedro Orce, que decía, contemplando la balsa de piedra, esa inmensa península ibérica a la deriva en mitad del Atlantico, que cada uno ve el mundo con los ojos que tiene, y los ojos ven lo que quieren, los ojos hacen la diversidad del mundo y fabrican maravillas, aunque sean de piedra, y las altas proas, aunque sean de ilusión. Y dije, en un verano que nos envíaba imágenes como las de las pateras, Gescartera o la violencia de ETA en las calles de mi país, que proponía, a los que teníamos la tarea de acompañar a los alumnos a ser personas, empeñarnos en el programa diseñado por el escritor poeta: educar para que sus ojos y sus manos fabriquen maravillas, aunque sean de piedra, y las altas proas, aunque sean de ilusión.

Buena verdad es que ni la juventud sabe lo que puede, ni la vejez puede lo que sabe, decía Saramago en La Caverna. Yo lo leí en febrero de 2002. Y me empeciné en leer más, en perseguir la sabiduría, en no conformarme con las primeras impresiones, es escarbar detrás de las palabras, en volver a la Filosofía, en leer a Platón.

De El hombre duplicado aprendí lo extraña que es la relación que tenemos con las palabras. Aprendemos de pequeños unas cuantas, a lo largo de la existencia vamos recogiendo otras que nos llegan con la instrucción, con la conversación, con el trato con los libros y, sin embargo, en comparación, son poquísimas aquellas de cuyos significados, acepciones y sentidos no tendríamos ninguna duda si algún día nos preguntaran seriamente si las tenemos. Así afirmamos y negamos, así convencemos y somos convencidos, así argumentamos, deducimos y concluimos, discurriendo impávidos por la superficie de conceptos sobre los cuales solo tenemos ideas muy vagas y, pese a la falsa seguridad que en general aparentamos mientras vamos tanteando el camino en medio de la cerrazón verbal, mejor o peor nos vamos entendiendo, y, a veces, hasta encontrando. Lo leí en Dosrius, en la Semana Santa de 2003, mientras reflexionaba acerca de por qué no servían de nada las palabras cuando hablaba con padres de familia airados por el trato que dábamos a sus hijos.

De que la democracia no era la solución de nada, sino la condición para todo, como luego diría Cebrián, ya me iba dando cuenta, pero la lectura del Ensayo sobre la lucidez, en mayo de 2004, me lo hizo aprender y disfrutar, todo en uno.

Tenía la virtud de construir historias imposibles, como aquella en la que la muerte decide suspender sus actividades. Primero euforia, qué bien que no nos morimos, y luego el caos. Al día siguiente no murió nadie, empieza la novela Las intermitencias de la muerte, que leí cuando comenzaba 2006. Me ayudó a pensar sobre el otro caos, el de la organización del Colegio, en cuyo fregado andaba ya metido hasta las cejas. Y me ayudó a esperar con paciencia, porque el caos nunca gana.

De Las pequeñas memorias dí cuenta en septiembre de 2007, y me ayudó a pensar en cuando fui un niño, y de lo poco que me acuerdo, y de la poca memoria que tengo.

En diciembre de 2008 me visitó la muerte, tanto leer de ella en las novelas de Saramago. En San Asensio, a 120 km por hora, me dormí al volante y me salí de la calzada, estrellando el coche, mi cuerpo, y los de mis tres hijos. Pero ocurrió el milagro. El viaje del elefante viajaba en el asiento del copiloto, y asiste ahora a este ejercicio de escritura con las marcas del accidente en la portada. Desde entonces la muerte se me ha hecho familiar. Y me visita cada tres meses, la hijadeputa.

Y entre Valencia, Bilbao, Madrid, y el cielo de España, en noviembre de 2009, leí Caín. Y entendí que me faltaban muchas lecturas de la Biblia.

Hoy ha muerto Saramago. Me he dado cuenta al mirarme el tobillo y ver que el hilo ya no estaba ahí, guiando mi caminar.

Y me voy de Artxanda. Qué otra cosa puedo hacer, si empecé con él, y ya no está. Las cosas son como son.

Lo he intentado. He peleado contra la tristeza y gané 435 veces. Y arranqué más de 17000 sonrisas. Y creo que es suficiente, para qué seguir tentándola, en esta noche triste hasta el infinito. Así termina esta aventura de vida compartida que llamamos egunon.

Debo respetar al enemigo. Ponderar sus fuerzas y las mías. Esperar. Rearmarme. Desconcertarla.

Que se prepare, porque yo no me rindo.



Qué más da, quedamos nosotros, contestó María Sara a Raimundo Silva.
A mi remedio mejor contra la tristeza

4 comentarios:

Sofía dijo...

Ese vacío que deja
el amigo que se va.

El amigo que se va
es como un pozo sin fondo
que no se vuelve a llenar.

No te vayas todavía,
no te vayas por favor.
no te vayas todavía
que hasta la guitarra mía
llora cuando dice adiós.

Blanca dijo...

Demasiadas despedidas…

Cierta sombra de tristeza en la sonrisa 17577. El tiempo jugará a favor. El recuerdo de sonrisas anteriores, nos hará volver a vivirlas. Releer a Saramago, continuará abriendo caminos. Un amigo siempre permanece en el corazón.

Un fuerte abrazo Mendi.

Y gracias; de corazón.

Bego dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
garbinelarralde dijo...

Eskerrik asko.